lunes, 8 de diciembre de 2008

El hombre que escribía de pie



Por Jorge García Martínez

El pescador incansable con el que no habían podido los tiburones más voraces del Caribe  ya no estaba, se había volado los sesos.

Y París, París ya nunca volvería a ser lo mismo. Se la había llevado a la tumba y con ella todo su encanto. Quedaban algunos amigos y Picasso ya se había ido a Mougins para entonces.  A Scott la muerte se lo llevó años antes.

A nosotros sólo nos quedó el rescoldo de la hoguera que fue en su día. Un libro titulado A Moveable Feast de 120 páginas. Y la añoranza que provoca el recuerdo.

El hombre incansable, de enorme coraje que un día enseñó a disparar a los republicanos y que después de la guerra se paseaba por las plazas de toros de España y por los San Fermines diciendo que Franco no tenía cojones a arrestarlo. Amante de los grandes excesos, de las grandes fiestas, del buen vino y de las mujeres.

Aquel que en su día vagaba por el París de entreguerras sin nada en el estómago y que se metía a ver las galerías de arte para que estas saciasen su apetito. Él  mismo que enseñaba a boxear a Ezar Pound y acudía a las tertulias de Gertrude Stein donde no se podía mencionar el nombre de Joyce. Ese que cuenta lo muy podre y muy feliz que era por aquel entonces antes de que publicasen su primera novela.

Sin embargo el tiempo pasó, vino la fama, vinieron los `ricos´, se fue París, se fue Hadley y vinieron la enfermedad y la soledad pese a que siempre estaba rodeado de gente.

Al fin y al cabo el hombre que escribía de pie era como el pescador de su relato. Después de estar ochenta y cuatro días sin  pescar, pescó el pez más grande del óceano y se lo arrebataron los tiburones pero salió vivo y aún sigue vivo;  como se dice en el relato ‘un hombre puede ser destruido pero no derrotado’

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