El pescador incansable con el que no habían podido los tiburones más voraces del Caribe ya no estaba, se había volado los sesos.
Y París, París ya nunca volvería a ser lo mismo. Se la había llevado a la tumba y con ella todo su encanto. Quedaban algunos amigos y Picasso ya se había ido a Mougins para entonces. A Scott la muerte se lo llevó años antes.
A nosotros sólo nos quedó el rescoldo de la hoguera que fue en su día. Un libro titulado A Moveable Feast de 120 páginas. Y la añoranza que provoca el recuerdo.
El hombre incansable, de enorme coraje que un día enseñó a disparar a los republicanos y que después de la guerra se paseaba por las plazas de toros de España y por los San Fermines diciendo que Franco no tenía cojones a arrestarlo. Amante de los grandes excesos, de las grandes fiestas, del buen vino y de las mujeres.
Aquel que en su día vagaba por el París de entreguerras sin nada en el estómago y que se metía a ver las galerías de arte para que estas saciasen su apetito. Él mismo que enseñaba a boxear a Ezar Pound y acudía a las tertulias de Gertrude Stein donde no se podía mencionar el nombre de Joyce. Ese que cuenta lo muy podre y muy feliz que era por aquel entonces antes de que publicasen su primera novela.
Sin embargo el tiempo pasó, vino la fama, vinieron los `ricos´, se fue París, se fue Hadley y vinieron la enfermedad y la soledad pese a que siempre estaba rodeado de gente.
Al fin y al cabo el hombre que escribía de pie era como el pescador de su relato. Después de estar ochenta y cuatro días sin pescar, pescó el pez más grande del óceano y se lo arrebataron los tiburones pero salió vivo y aún sigue vivo; como se dice en el relato ‘un hombre puede ser destruido pero no derrotado’
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